Nos hallamos.
¿Qué es el hallazgo?
Estar vivos como seres
humanos y en esencia.
Elegimos una vocación
(inclinación natural, profesión,
carrera). No siempre
la vocación está en un lugar
destacado para la comunidad.
Lo importante es ser
felices con la elección,
sabiéndonos engranajes de
otros mayores.Cada hombre
tiene una misión de
verdad. La existencia
invoca a la temporalidad y
a la libertad. Somos los
reveladores del mundo en
un espacio y tiempo
determinados. En la vocación
literaria enumeramos
los hechos y el lenguaje de
los otros. Jugamos con las
palabras en el valle de la
imaginación y del sentimiento.
El creador literario es un
puente revelador entre su
vivencia del mundo
circundante, única e
irrepetible y la del lector
pues éste último revela y
crea a la vez. ¿Para qué
escribir? Para ser leído. La obra literaria es una ordenada
serie de pensamientos,
volcados a través
de la magia de las palabras.
El lenguaje resulta limitado
en proporción con la riqueza
de las vivencias. No es más
que una traducción aproximada
de los sentimientos.
Somos niños con
capacidad de asombro.
Como a ellos, las imágenes
fantásticas nos acosan y la
vertiente lúdica nos ayuda
a cargar las palabras de
fulguraciones, de símbolos.
Y ya canta el poeta inglés
Guillermo Wordsworth: “mi
corazón brinca cuando veo el
arco iris en el cielo: así era
cuando empezó la vida, así es
ahora que soy un hombre; sea
así cuando envejezca, o que
me muera antes”.
La vocación literaria
representa un acto de fe, de
desprendimiento.
Nos hallamos. Es nuestra
vocación. Sobre el campo
del arte damos vida con
intuición a la soñadora
palabra.

LAUREANO SANTOS
Cuento
Laureano Santos corría. Su figura desaparecía y aparecía
reflejada por la luna.
Golpeaba las puertas sin esperar respuesta. Suspiraba.
Su respiración era cada vez más agitada. Latido a latido.
Escalón a escalón. Lágrima a lágrima. Sus sueños se
deshacían al igual que una guirnalda de amapolas.
¡Amapolas! El campo de su niñez estaba cubierto de
amapolas rojas. Laureano de flor en flor, de tallo en tallo,
volvía a ser pequeño.
Sentía sobre las mejillas, la ternura de las manos de
Fidela, su madre, curtidas por el sol de la montaña. India
huarpe, delgada pero erguida, estampa protegida por el
orgullo y la nobleza de saberse dueña del paisaje, grande
como la cordillera, necesaria como la mazamorra, el telar,
el agua del río Atuel y la leña. El cabello muy largo, oscuro
como la piel daba contorno al rostro.
El rancho de quincha, hogar cálido de dos y para dos.
Alguna que otra cerámica de adorno, heredadas de Jacinta,
su abuela materna. No sabía leer ni escribir pero le contaba
tantas historias, como ésa, la de la gruta del río Diamante,
imposible de olvidar, pues por tradición le sirvió a Jacinta
de morada definitiva después de su muerte. Laureano
recordaba el entierro. La cabeza de la abuela dirigida hacia
la cordillera, su boca susurrando al viento una plegaria.
Siempre volvía allí, cortaba una flor de nomeolvides de la
ribera y se sentaba a hablar con la mama-grande, pidiéndole
protección. Laureano y Fidela, brazos, piernas, ojos, risas,
silencios, cuentos de antepasados, leyendas. Suficiente.
Fueron dos, trabajo y más trabajo en medio de la desolación.
De mozo ya, el maíz reemplazó a las amapolas. Laureano
Santos sembró, cosechó, trasnochó el verdor hipnotizante.
Utilizó el mortero horadado sobre el suelo rocoso, donde
lo molía, mientras su madre tejía. Los canales y las acequias
sirvieron de riego y de bálsamo para su cuerpo en el verano.
El caballo, Capitán, al galope, le prestaba su premura, de
cuando en cuando, para volver a casa con la totora a
cuestas para confeccionar la balsa. Maravillosos
amaneceres de pescador ardiente, entre agua, cielo,
montaña. Y la caza de patos en la laguna. Se sumergía en
ella con una calabaza en su cabeza para atraparlos.
Recuerdos más recuerdos, ágiles como sus pies descalzos.
El sol, la luna, el lucero del alba, aquella cautiva blanca,
una muñeca de terciopelo rojo con ojos profundamente
azules, temerosos. Enterneció su corazón. Laureano Santos
enamorado y correspondido. Fue una historia de amor,
imposible pero perdurable.
Terminó con la devolución de Blanca al Fuerte de San
Rafael, después de un año de permanencia entre ellos. Un adiós inolvidable. Más tarde nada. Sólo agua y desolación.
Había perdido todo. A Fidela también. Decidió cruzar la
línea de la frontera, impenetrable como la cordillera. Tal
vez, se decía, las cosas cambien. En el Fuerte, trabajo y
más trabajo para Laureano Santos.
Tejía con gran habilidad el junco. Fuerte, apretado por
sus manos de hombre convirtiéndolo en vasos y tazas que
vendía en el mercado. Buscaba afanosamente la figura de
su amada. Necesitaba a Blanca para celebrar la vida.
Danzaba alrededor del fuego, mirando la montaña
poderosa, rogándole a Hunuc-huar, su deidad, produjera
el milagro del encuentro.
Lleno de tanto olvido. Solo, con tanto amor entre las
manos. Vivo, únicamente por su habilidad, fortaleza,
confianza.
Hoy corría. Laureano no caminaba. Corría detrás de
ella y de su acompañante. Él, apuesto y elegante, con su
traje militar impecable. La abrazaba. Blanca parecía
ausente, lejana. Tal vez, el desierto había ganado su
corazón. Un niño de pocos años la llamaba mamá, mientras
lo acariciaba con delicada tristeza. Laureano supo
inmediatamente que su sangre se había perpetuado. Ya no
debía ni podía traspasar otra frontera. Se refugió de nuevo
en el pasado. Blanca bailaba para él, alrededor de la gruta,
era otra, era aquella mujer niña. Era su hembra. Se besaban
intensamente. Juntos recolectaban frutas, raíces, plantas.
Laureano lloraba sin consuelo. La calle Médanos lo esperaba
con su olor a piecita húmeda, descascarada.
Subía escalón a escalón. Latido a latido. Presentimiento
a presentimiento.
Laureano Santos lo sabía. Después de tres días, los
vecinos encontraron un alma, frente a la cordillera de los
Andes, su morada celestial.
Andando y pensando - por María Alicia Cavagnaro (Profesora en Letras. Docente. Directora de la revista
de artes y letras Ser en la Cultura editada por la Casa y
Mutual Universitaria de Gral. San Martín)